La tarde del 11 de febrero del año 2005 me encontraba en la ciudad de Corrientes a orillas del río Paraná. Miraba desde abajo la inmensidad del puente que cruzaba, aquel río que tanto me había dado; él y la diosa, por supuesto. En ese momento mi vida se basaba en la búsqueda del culto al proceso metafísico de causa y efecto, para poder concretar la energía que culmine en el karma. Esa tarde mágica la encontré a ella, entre los rayos ultravioletas; a ella, mi perdición. Hoy, muchos años después, intento buscarle el lado positivo a todo lo que aconteció: fue un viaje hacia la iluminación, mi veneración y arte místico, mi wicca.
Ella era la luz. En su bautismo de nuevo comienzo el nombre que le di fue “Sol”, porque mí era eso. Desde aquel día en el puente nunca más nos separamos, nos movíamos a todas partes juntos, fuimos uno.
Pasábamos días enteros hablando y hablando. Ella rápidamente se interesó por la “wicca” y el culto, tan atenta estaba a todo que hasta en un momento, no sé cómo paso, ella llegó a superarme. En la oscuridad podía contemplar cómo brillaban sus pupilas dilatadas de tanta ambición.
Si tan sólo me hubiese negado a ir a Santo Tomé, quizás las cosas serían diferentes. Ella estaba muy emocionada con un “seminario” de magia que se dictaba allí una vez por semana. Eso fue lo que me dijo y yo, inocente, creí. El ambiente era raro; al principio pensé que se trataba de una reunión sobre algún dios nórdico o, de última, guaraní, ignorando la cercanía con Brasil, la tierra de los orixas.
Cuando todos estaban de pie tomados de la mano, Sol entró en una especie de transe y en unos cuantos saltos se ubicó en el centro. Al son de una melodía espesa, dolorosa, ella empezó a danzar retorcida en el piso, como si fuera una sirena. Una sirena babeando. Después de que volvió en sí, nos retiramos sin hablarnos.
Esa noche yo no pude dormir y ella parecía muerta. Su camino había cambiado. En un hotel de mala muerte lo poco de corazón que me quedaba se desvaneció junto con unas hojas secas de plantas alucinógenas hechas humo.
Las plumas blancas manchadas con rojo eran lo único que podía ver. Gallinas, gallinas muertas listas para rellenar una almohada y ella, el amor de mi vida, en la cama muerta. La luz que tanto me había cegado se apagó esa mañana calurosa. Entre largos tragos de té negro, yo intentaba recordar qué había sucedido. Recordé el coito sexual que antecedió a su muerte, recordé las gallinas cacareando entre nuestras piernas y ella gritando cuando la sangre salía de los cogotes que arrancaba con mi boca y escupía en su cara, mientras la penetraba.
Observaba con determinación su hermoso cuerpo, la deseaba, y fumaba un cigarro, mientras la única gallina que había quedado viva picoteaba sus heridas y dejaba un profundo hueco en su cara. Me sentí tonto al preguntarme si las aves eran herbívoras u omnívoras, porque ésta se estaba comiendo a mi difunta novia. Mi mente estaba en blanco, una parte de esa noche se me ha borrado de la memoria. Una parte de mí no quiere saber la verdad.
A veces creo verla entrar a la madrugada, creo escucharla decir muchas veces la palabra “sacrificio”, sueño que soy parte de un plan maligno que no se pudo concretar, sé que la diosa fue mi protectora, mi salvación, mi amor.
Ella era la luz. En su bautismo de nuevo comienzo el nombre que le di fue “Sol”, porque mí era eso. Desde aquel día en el puente nunca más nos separamos, nos movíamos a todas partes juntos, fuimos uno.
Pasábamos días enteros hablando y hablando. Ella rápidamente se interesó por la “wicca” y el culto, tan atenta estaba a todo que hasta en un momento, no sé cómo paso, ella llegó a superarme. En la oscuridad podía contemplar cómo brillaban sus pupilas dilatadas de tanta ambición.
Si tan sólo me hubiese negado a ir a Santo Tomé, quizás las cosas serían diferentes. Ella estaba muy emocionada con un “seminario” de magia que se dictaba allí una vez por semana. Eso fue lo que me dijo y yo, inocente, creí. El ambiente era raro; al principio pensé que se trataba de una reunión sobre algún dios nórdico o, de última, guaraní, ignorando la cercanía con Brasil, la tierra de los orixas.
Cuando todos estaban de pie tomados de la mano, Sol entró en una especie de transe y en unos cuantos saltos se ubicó en el centro. Al son de una melodía espesa, dolorosa, ella empezó a danzar retorcida en el piso, como si fuera una sirena. Una sirena babeando. Después de que volvió en sí, nos retiramos sin hablarnos.
Esa noche yo no pude dormir y ella parecía muerta. Su camino había cambiado. En un hotel de mala muerte lo poco de corazón que me quedaba se desvaneció junto con unas hojas secas de plantas alucinógenas hechas humo.
Las plumas blancas manchadas con rojo eran lo único que podía ver. Gallinas, gallinas muertas listas para rellenar una almohada y ella, el amor de mi vida, en la cama muerta. La luz que tanto me había cegado se apagó esa mañana calurosa. Entre largos tragos de té negro, yo intentaba recordar qué había sucedido. Recordé el coito sexual que antecedió a su muerte, recordé las gallinas cacareando entre nuestras piernas y ella gritando cuando la sangre salía de los cogotes que arrancaba con mi boca y escupía en su cara, mientras la penetraba.
Observaba con determinación su hermoso cuerpo, la deseaba, y fumaba un cigarro, mientras la única gallina que había quedado viva picoteaba sus heridas y dejaba un profundo hueco en su cara. Me sentí tonto al preguntarme si las aves eran herbívoras u omnívoras, porque ésta se estaba comiendo a mi difunta novia. Mi mente estaba en blanco, una parte de esa noche se me ha borrado de la memoria. Una parte de mí no quiere saber la verdad.
A veces creo verla entrar a la madrugada, creo escucharla decir muchas veces la palabra “sacrificio”, sueño que soy parte de un plan maligno que no se pudo concretar, sé que la diosa fue mi protectora, mi salvación, mi amor.