lunes, agosto 09, 2010

Susurros del SXIX

El viento empujaba sus flácidos cachetes, sentado ahí en esa nueva estación ferroviaria Tommy no entendía mucho de lo que para el, era un monstruo, sólo sabía que el ruido que esté producía, además de miedo, le había dado una infección de oído. Caras y más caras, que de un día para el otro colmaron su pequeño pueblo y lo transformaron en otra cosa, ya no era su pueblo. Entre tanta gente sin embargo era el niño más solo del mundo, en esa ciudad en expansión, sentado y solo, contemplaba con horror esa cosa, que para el era la bestia. Ana, una mujer de la calle, era la única que se le aproximo en pocas oportunidades, se acerco en ese momento en que con ojos aguados Tommy contemplo por primera vez al tren acercándose al bullicio de la burguesía y saliendo de los campos de cereales, para luego intentar perderse en las vías del tren. La mujer asustada acudió a alcanzarlo antes de que él termine aplastado como tantos otros muertos accidentalmente y no tanto, en las garras de los ferrocarriles.

Esperaba a Ana, quería que Ana venga y lo abrase, lo bese, lo lleve de nuevo a la casona vieja esa y le cuente de las aventuras de David, que en esa manta rara de colores cruzados lo envuelva y prenda fuego a sus helados pies. Ana una vez fue una señora bien, usaba esas batas con grandes pliegues en el cuello y los hombros, vestidos de seda, tenía un cuarto grande con desván, en el que guardaba miles de cuadros pintados por ella, soñando con un día poder perpetuar los momentos. Esos momentos que ella sabía, no dudarían para siempre, como su David, el artesano del trigo y la cebada. Esos panes. Esas manos, ¡y qué manos!... Pero las manos por esos días empezaron a tener fecha de vencimiento. Fue entonces cuando por culpa de la tecnología, su David se fue, y sus panes dulces ahora los añoraba en el amargo sabor de las batatas.
El viento seguía empujando fuerte, la piel caliente, y Tommy ya no sentía más frío gracias al extraño sudor que chorreaba de su frente. Era muy caliente, dolía, hasta que unas manos lo levantaron del cemento fresco y pudo alcanzar a ver, a quién en sus sueños era Ana, mientras se desmayaba lentamente de sueño. Entre sombras y sombras veía los caballos con las panzas flacas que empujaban la carreta, veía a un señor que lo observaba desde arriba, sentía muchos escalofríos y hambre, mucho hambre. Veía a Ana, la confundía en sus sueños, la deseaba, deseaba tanto esa noche en que ella tomaba sus manos y hablaba, hablaba, el podía nada más que contemplar sus miguillas rosadas y su cabellera gringa. No fue Ana quien lo levanto del suelo, era un monje del convento de las a fueras del pueblo. Era ese viejo rancio que en cuanto alcanzo a reconocerlo, no pudo evitar despedir lo poco de comida que tenía en el estomago, la vomito con asco de resignación. Cuando despertó la fiebre se había ido y la luz también.
De nuevo ahí, encerrado, a las oscuras, escuchando las plegarias esas que ni entendía que decían, y le provocaban espanto. Recordaba al monje y más espanto. El podía llegar en cualquier momento. Podía llevarlo a aprender Morse, con la escusa de qué un día va a ser el dueño del océano y puede necesitar el telégrafo. Tommy sabe lo que el monje quiere enseñarle en realidad, se lo enseño varias veces en nombre de su dios, pero Tommy no quería a ningún dios, y menos a ese. Después de aprender a escribir, por lo cual hizo muchas cosas, se había escapado y juro no volver nunca más a ese convento, por ello escapo a la estación. Sin embargo estaba de nuevo ahí con el monje y sin Ana.
Otra noche más sedienta de vientos nórdicos, la fiebre volvió otra vez, al parecer para quedarse. Tommy en su cueva después de una pesadilla con trenes y monjes, sueña que despierto con Ana. Ella nunca más se acordó de él, lo olvido en las braguetas de un señor adinerado. Tommy ya no sueña, delira, mientras de sombra en sombra, ojea como lo meten a un saco, sin saber que no fue la peste quién arrebato sus sueños, ni el destino, ni dios.

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