martes, septiembre 22, 2009

SECUELAS

La radio como siempre prendida cualquiera sea la hora, mientras se dirigía a la pieza su mente volvía al mismo lugar, no veía portarretratos que adornaban los pasillos, eran los rostros de los pichis que estaban todos para siempre guardados en la memoria.Algo sintió cuando salió de la cueva. Hoy, en la rutina de la vida, muchos años después, no podía recordar qué era, sólo recordaba que tenía que ir a la psicóloga. “Usted trabaja para el gobierno”. “No, yo trabajo para usted, señor”, le contesto. Se levantó y se fue. Desconfiaba de la psicóloga, del psiquiatra, de su mujer, ni siquiera podía hablarle a su hijo porque a pesar de que habían transcurrido tantos años él todavía estaba ahí, en holocausto, buscando valores con una seguridad absoluta de que hasta el zumbido de una mosca podía hacerlo poner en alerta ¡y ni hablar del ruido del caño de escape de una moto!No había nadie en casa, subió el volumen de la radio que siempre estaba en el baño y defecó en una pelela. De atrás de un mosaico que se corría, sacó un tarrito de polvo químico y lo roció sobre la caca y la observaba esperando que se ponga dura, hasta que escucho voces. “Papá, papá ya vas a estar dos horas de nuevo en el baño”, gritaba el hijo.Guardó el frasco y tiró la cadena como si hubiese usado el inodoro, se sentía mal al hacer eso pero cualquier cosa era mejor que sentir el olor de esa cueva apestosa. No molestaba tanto el olfato, dolía en el alma. Con la plata que cobraría pronto de la herencia de un tío, esperaba poder irse del país para siempre, el odio lo movía a cada objetivo junto al dolor de todo y de todos. Todo lo que le quedó fue Malvinas, era como si no tuviera memoria más allá del comienzo de la invasión o de los chistes, anécdotas que intercambiaba en la oscuridad del encierro subterráneo.


“Apagá el televisor una sola vez por lo menos”.“Para eso te compré las gafas esas de tela oscura, me salió re cara la porquería”. “Mañana vamos al mercado bien temprano”. “Sabés que odio ir al mercado, no jodas”“Pero todo yo sola no puedo, ya es hora”. Sólo quería poder algún día devolverle a su amor todas las cosas que ella hacía por él, aunque se mostraba frió y sus únicas palabras eran sobre las mismas discusiones de siempre.

No entendía cómo la gente no comprendía la gravedad de todo el pasado, de todo un pasado de un país. En tan sólo diez años fue como si nada, en los siguientes peor. La sonrisa del patilludo en la tele le daba asco y mucha bronca, cualquier cosa que tenga que ver con la política, político, nación, identidad, para él lo único que unía y une a los argentinos es la lengua, no puede ausentarse algo que nunca existió y no se puede decir unidad donde hay pluralidad. “Hola, estoy bien, te prometo que pronto vamos a ir a visitarte, acá es todo muy lindo, mamá. El nene está gigante, sí, sí, Quico anda por acá dando vueltas por toda la casa como siempre, Santa cruz nos encanta”. Su mujer hablaba por teléfono mientras él se paseaba escuchando la radio, era la hora del noticiero y le resultaba paradójica la manera en que Bolivia recordaba más que era 2 de abril, es decir en la forma que lo hacían y con el dolor que lo pronunciaban. “Todavía no estás en condiciones ideológicas ni nada parecido para reflexionar acerca de nada”.“Me gustaría expresarle a esta ciudad qué tan bien nos trata, muchas cosas que siento de lo que fue Malvinas, nada más”.“Ni conmigo lo hablaste nunca, que me despierto a tu lado todos los putos días y ahora vas a gritarlo a todo un país que ni es tuyo”. “Mi país las pelotas”. La naranja recién pelada y fresca en la mesa le recordó a Pipo, pateó la mesa y se fue cerrando la puerta muy fuerte. Caminó por toda la ciudad hasta que le temblaron las piernas, no sentía que su vida, a pesar de todo lo que intentó, haya tomado un rumbo. Todavía estaba en esa cueva, esperando un aplazamiento, hora a hora, no existía el futuro.


Se odiaba por ser el único que sobrevivió, odiaba haber aceptado ser parte de la maldita aventura de Galtieri, de no hacer como otros que cuando pronunciaron sus apellidos en las plazas, para llevarlos, se hicieron los boludos y se fueron. Hoy que sabía la verdad de todo ya no le quedaban estrategias de supervivencia. El viento fuerte, la lista del super, el olor del baño, la radio, los ruidos, “dios santo”, decía. No aguantaba ya todo, su piel ardía y sangraba porque no podía parar de rascarse. Las piernas ya no le temblaban, se doblaban solas, hasta que decidió descansar en la vereda. Su mirada contemplaba el cartel de una compañía de gas, lo que, si lo pensaba mejor, era lógico, porque se encontraba en Bolivia pero como dijo su mujer, todavía no estaba en condiciones y él sólo pensaba en su comunidad que había muerto por el maldito gas. Al volver a casa, recordó lo que sintió al salir de la cueva y pensó: “Es algo que debí hacer hace tiempo”. llego a casa y se metio un tiro en la boca.

No hay comentarios: