miércoles, diciembre 28, 2011

Un anillo de metal con forma de dos corazones enfrentados.



Crónica sobre el femicidio de Sonia Beatriz Miranda
Ulises Rojas




 Soy las mujeres que morimos calcinadas por nuestras parejas. Soy las niñas violadas. Soy las mujeres que morimos en abortos clandestinos. Soy las mujeres humilladas en los puestos de trabajo. Soy las mujeres encerradas en sus hogares sirviéndoles a sus maridos y sus hijos. Soy las mujeres violadas todas las noches en las esquinas de la ciudad. Soy las travestis asesinadas, golpeadas e invisibilizadas por nuestra sociedad. Soy las hijas a las que los padres pretenden suyas. Soy la estudiante que tiene un hijo y falta a cursar porque no existe una guardería. Soy la trabajadora rural. Soy la musulmana lapidada. Soy la lesbiana que resiste a la heteronorma. Soy todas las mujeres golpeadas y amenazadas. Soy la puta a la que se lleva la policía. Soy la sindicalista a la que no escuchan los compañeros. Soy la mujer de los barrios que va a las asambleas y no habla. Soy la mujer de clase alta que aborta pero a la que le da vergüenza su decisión. Soy la católica que se martiriza con diez aves marías. Soy la travesti a la que le dicen Hugo. Soy la mujer a la que insultan con piropos  por la calle. Soy la gorda que no cuadra con los parámetros de belleza. Soy.
Maga Zúlu.


  





 Todos especulan lo que esa noche del 23 de diciembre del 2008 y madrugada del 24 pudo haber pasado, pero esa misma madrugada en el barrio San Antonio de la localidad de Ibarreta -a diferencia de otras noches- había personas despiertas, en las casas, en las veredas, como a la espera de algo. Nunca se sabrá con certeza lo que sucedió en la casa número 14.
  Ibarreta es un pueblo ubicado a 200 km de Formosa Capital; es una zona árida y calurosa que se caracteriza por su flora, abundante en palmeras, quebrachos y chañares, el fruto del algarrobo. Su folclore guaraní hace que parezca más una región del Paraguay que de la Argentina; ello queda evidenciado en el hablar pausado y en el acento local de los habitantes. Siempre fue un pueblo muy tranquilo; lo que lo diferencia de otras poblaciones es el espíritu joven: allí la juventud estuvo plantada desde sus principios, cuando el pueblo tenía sus primeros años, y los más jóvenes colmaban la estación de trenes en busca de caras nuevas, que llegaban de todas partes. Cuando el tren no pasó más, los años y las generaciones transcurrieron, los jóvenes se adueñaron de la avenida, las plazas y el lago.
 El vértigo de lo rápido de las grandes urbes allí era una incógnita, la vida pausada, las siestas y las noches deshabitadas; sin embargo, aquel verano del 2008 el estrépito desentonó como un solo de batería en un funeral. La tranquilidad fue desterrada por un hecho que alteró el silencio, un desequilibrio que logró romper con el sopor estival del norte; todos estaban pendientes de un final casi anunciado.
 El 28 de diciembre de 2008 amaneció como una mañana más; el sol salió a las cinco, el cielo nítido era paradisiaco y sus nubes se agrupaban como en una postal.  Los tordos revoloteaban, grillos y chicharras gritaban escondidos entre los cadillos, en las casas se escuchaba La Oma -un viejo chámame que siempre suena en las radios locales-, todo parecía normal pero entre mate y mate algo alteró la cotidianeidad. Era la noticia esperada; Sonia Miranda fue hallada muerta. 
 María Elena Aranda, días antes había anoticiado en la comisaría local la desaparición de su hija; Gerardo Flavio Ramón Sánchez también se había acercado en varias oportunidades a preguntar por su cónyuge. Pero en aquel final de diciembre, María amplió la denuncia para acusar, por la desaparición de su hija, a “Lalo” Sánchez, como apodaban a Flavio.
La madre temió lo peor cuando, junto a un grupo de policías, se encaminó hacía la casa número 14, dónde convivían Lalo y Sonia, junto a sus dos hijos, de tres y cuatro años. Al ingresar al lugar observó un orden que no encajaba en el desorden rutinario de Sonia. Horas más tarde sucumbió; obligada por las circunstancias, tuvo que reconocer que los objetos encontrados en una zona boscosa de la chacra de su yerno, ubicada sobre la ruta nacional N° 27, pertenecían a Sonia: un metal en forma de gancho (presumiblemente de un corpiño), un anillo de metal con forma de dos corazones enfrentados y un par de zapatillas marca “Diadora”, calce número 38. Esas cosas –detenidas en el espacio y en el tiempo-, ahora eran nada, no significaban y no tenían destinatario; halladas en una superficie de tierra removida, en un pozo de dos metros de profundidad, estaban muertas como el corazón de María que había adquirido la forma de la sortija de su hija.
La especulación de los días anteriores tomó la consistencia de lo real; muchos hubieran preferido que, como decían “las malas lenguas” ella se hubiera fugado con otro. Pero, al contrario, en la madrugada del 24 de diciembre Sonia emprendió un viaje y no fue una fuga, no fue a visitar a unos amigos, ni se la había llevado el pomberito; la verdad ahora se presentaba ante todos y la burbuja en la que descansaba la paz de los pueblerinos se despedazó, el horror se apoderó de aquellos que sólo veían estos casos sentados en el sillón de sus casas, jamás le había sucedido al vecino, ahora el vecino era un asesino y los diez avemaría de las doñas en las noches ya no funcionaban, dios se había aturdido en medio de tanto ruido. 


  Rosa Saravia sentía que ya lo había vivido todo a los sesenta años. Sus dos hijas ya eran mujeres independientes que le habían dado nietos hermosos; hasta su hija postiza, Ramona, era mamá de una nena a la que adoraba. En el barrio es conocida como “doña” Rosa, y a la tarde todos la saludan cuando ella con mate y tejido de por medio se sienta en la vereda de su casa. Al menos eso era lo que solía hacer rutinariamente antes de ese diciembre, antes de esa madrugada en que ella experimentó desde la ventana de su casa lo que sus ojos vieron y no quisieron creer.
Un día antes de la navidad del 2008 eran casi las 20.30 horas de la noche. Rosa se apuró a cerrar toda la casa, tenía que ir a lo de su hija mayor, Milena; en unas horas llegarían unos parientes de Salta. Con el chillido del pestillo de la puerta giró la cabeza y saludó a Lucía, amiga de Sonia, su vecina de enfrente. Acostumbrada a ver moverse a las jóvenes con los nenes a todas partes todo el tiempo, siguió su camino apurada.
Esa noche, al regresar a su casa, escuchó de lejos un sonido de fiesta en el barrio; el rocío en el pasto brillaba con la luna; en esa vereda oscura algo llamo su atención: La mamá de Lalo estaba entrando a la casa. Beatriz Luchenetz no visitaba la casa de su hijo, lo que le hizo preguntarse “¿qué hacía esa mujer ahí a las dos de la madruga?”. Rosa entró a su casa pero su necesidad de saber era más fuerte que ella, siempre lo fue; algo andaba mal, Lalo no paraba de ir y venir, iba hasta la muralla y volvía a la casa muchas veces.
  No podía dormir, el calor y su cabeza no la dejaban. Una hora y media más tarde escuchó el ruido de un auto, lo vio entrar marcha atrás, con las luces apagadas y quedó estacionado en el pasaje que queda entre las dos casas. No notó nada más, sólo vio a Lalo parado al lado del vehículo. Buscó la cara de Sonia, la esperó salir de la casa pero nunca salió. Después lo observó alejarse; su cabeza entró en una vorágine de lucubraciones pero de todas las cosas que se pudo haber imaginado jamás pensó que ahí, la muerte estuvo bien presente.
  Rosa Saravia es de entre todos los testigos la testigo principal en la causa por el femicidio de Sonia Miranda, su testimonio fue clave los días 28 y 29 de Julio del 2011 donde declaró ante la Cámara Segunda en lo criminal en la ciudad de Formosa, capital de la provincia con el mismo nombre. Sin embargo no fue ella la última persona que vio con vida a Sonia Miranda. En la casa continua a la de Rosa vive Beatriz Noemí Sánchez, otra de las testigos. En su relato, la declarante contó que alrededor de las 00.10 horas del día 24 de diciembre del 2008  vio a Sonia sentada en la esquina de la plazoleta ubicada a escasos metros de su casa, recordó que las luces de la casa estaban prendidas, no obstante al volver a pasar por allí horas más tarde, las luces de la casa estaban apagadas, eran las 03.40 horas de aquel día. “Betty”, como la llaman en el barrio, fue la última en verla.


El reflejo de la luz del sol en el vidrio entraba por sus ojos negros y grandes, Flavio “Lalo” Sánchez volvía de su chacra en un Peugeot 206 que había pedido prestado a su hermana. Era la mañana del 24 de diciembre; no tenía mucha noción de lo que había hecho unas horas atrás sin embargo estaba lúcido, no había consumido ningún tipo de sustancia y por sus fosas nasales entraba el confuso olor del aroma puro de la naturaleza mezclado con sangre. La casa era un desastre, tenía que limpiar las manchas que había en la pared del pasillo, en su habitación, al mantel de plástico debía esconderlo pero la desesperación lo carcomía al no saber qué hacer con él, era lo único que le faltaba.
Sabía muy bien que la fogata seguía ardiendo; esa madrugada se había internado  en medio del monte muñéndose de una linterna, pala y machete. Allí empezó a cavar un pozo de 2.20 metros por 1.80, rápidamente colocó a modo de base las leñas y ramas secas que pudo juntar de alrededor, para después meter el cadáver junto con un bolso con pertenencias sobre los cuales volvió a meter leña para culminar prendiendo el fuego. La fogata ardió -con pausas hechas para hacerla pasar desapercibida- durante dos días. 
 Meditó todas las posibilidades, debía idear un plan para desvincularse de la desaparición de su esposa, en el pueblo pronto empezarían a notar la ausencia. Después de limpiar la casa y el auto, usando el chip del celular de Sonia envió mensajes a su suegra con la frase, “Estoy en Formosa con unos amigos, vuelvo en unos días”. Se acercó varias veces a la comisaria a preguntar si tenían noticias sobre Sonia, controló la fogata hasta que creyó que el cuerpo estaba completamente carbonizado y lo apagó con tierra. El mensaje se lo mandó a él mismo también. En los días sucesivos trato de actuar con normalidad en sus caminatas por el barrio, no se despegaba de sus hijos, iba a comprar al mercado, saludaba cordialmente a todos.  El 27 de diciembre viajó a Formosa Capital a solucionar temas relacionados con la tenencia de los chicos, hasta ahí todo fue medianamente bien para Lalo.  Hasta que María Elena dijo a la policía “temo por lo peor, mi yerno puede estar involucrado”.


  Efectivamente, los rumores no tardaron en propagarse y ante la noticia de que Sonia Miranda había desaparecido no se demoró en concluir en varias hipótesis entre los vecinos, una de ellas era que Lalo la había matado. Todos sabían que ella ya no lo quería. Sabían que la relación se había desgastado desde que Sonia bailó su cumple de quinceañera embarazada de meses hasta por esos días en que ya tenían dos hijos y ella tenía 21 años.
 También se comentaba que ella intentó separarse en varias oportunidades, que la violencia física y verbal era frecuente en esa casa, varios lo habían visto empujarla y gritarle. En el informe N° 125/09, la Psicóloga Gabriela Toledo dio a conocer que, tras entrevistar a los menores Gabriel (3 años) y Jeremías (4 años), éste espontáneamente respondió: “Mi papá le pegaba adentro de la casa, ellos discutían, no sé por qué” y luego, tapando su rostro con las manos recostó la cabeza sobre el escritorio; intentó conciliar el sueño de nuevo en medio de tanta pesadilla.
  La noticia no sorprendió, lo que si logró fue horrorizarlos. Sonia ahora era un fantasma que aterraba a sus vecinos pidiendo justicia, todos miraban con recelo su casa, la pasaban rápido y si se hablaba del tema era en voz baja. Las movilizaciones la hicieron muy pocos. Su hermana Silvia, recorrió el pueblo de punta a punta,  pegó carteles que clamaban justicia.
 No más de treinta asistieron a la marcha realizada un mes después del femicidio. Pero Sonia brotaba de todas las bocas, se decía que descuidaba su casa, que Lalo era un “santo”, que seguramente ella “algo habría hecho” para que las cosas terminaran así, que no cuidaba los hijos, que vagaba, que estaba loca. Pero los que de verdad la conocían y frecuentaban, sabían que ella no se despegaba de sus hijos, que era tímida pero eso no le impedía tener muchas amigas; educada, tranquila, una mujer llena de luz y alegría. Eso era, en verdad, Sonia Miranda. 
Nadie nunca va a saber con exactitud lo que paso la madrugada del 24 de diciembre en la casa N° 14 del barrio San Antonio. El acusado Flavio Sánchez sólo reconoció haber ocasionado la muerte de su esposa mediante un “empujón” contra una cómoda de madera y haberla incinerado posteriormente en la chacra ubicada sobre la ruta Nacional N° 27.
 La Justicia lo declaró responsable del delito de “Homicidio agravado por el vínculo cometido en circunstancias extraordinarias de atenuación”, propiciándole la pena de 20 años de prisión con más, la inhabilitación absoluta de igual tiempo de la condena.



 Viernes 14 de Octubre del 2011. En las escuelas de Ibarreta todos los niños preparan regalos para sus madres. Jeremías y Gabriel saben que el domingo es el día de las “mamás” y vuelven corriendo a la casa de su abuela. Silvia Miranda no es mamá, sin embargo dos personas le han preparado un regalo; ella intenta opacar la situación para no poner triste a su madre; pero continúa con el ritual, sabe además en los rostros de sus dos sobrinos, el deseo ferviente de que esos regalos los reciba Sonia.

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