viernes, enero 25, 2013

Viuda III

"Migrar, migrar de la migraña, como en la migración que hacen las golondrinas que tiene años de años de ruta marcada, encajada, la golondrina tiene en su memoria la ruta de su destino desde antes de nacer"



 Esa tarde la terminal explotaba, de calor y de gente, no tenía donde sentarse y el sol la aplastaba contra el piso. El micro llevaba media hora de retraso, como era de esperar Clara no le escribió ni llamo, típico de lo despistada que es, y ni hablar de lo "pichada". 
 Desde hacía tiempo le tentaba la idea de escapar, de cambiar de vida, siempre eso lo tiraba para adelante, eso siempre le pasaba a los demás, "cambiar" esa vida de mierda no era para ella, pero ese verano 
todo pesaba más y sin más agarro el bolso y lo lleno de ropa. 
 La paraguaya estaba viviendo en las barrancas escarpadas del río Paraná, en ese pueblo añejo que ella sólo conocía por nombre, "Empedrado". Fue allí también escapando y como estaba podrida de los ruidos de las grandes urbes, se decidió por esas playitas, donde le gustaba vender la chipá embocá que su abuela candombera le enseño a cocinar desde que era pequeña. 
 Clara nunca estuvo tan feliz como en esos vientos, como en esas nubes que se posaban después de un chaparrón. Le gustaba tomar unos mates bien temprano mientras cocinaba para salir a vender, sabía que su amiga podía aparecer en cualquier momento, hacía muchos meses le había dicho que la vida no pasaba sólo por ese mugriento barrio, el Parma, que tanto detestaban, de donde comían las sobras de las cristianas que las hacían mendigar, y donde escapaban a la peluquería del Miguel, o las fiestas en lo de Brenda. 
 Nemecio Parma había sido el lugar donde terminaron los ancestros de Clara, al oeste de Posadas, que antes habían terminado en Corrientes, y antes de antes habían terminado escapando de la guerra de La Triple Alianza, ¿y antes?. Para olvidar lo horrible del Parma, la paraguaya cocinaba, se ponía unas cumbias de "La Delio Valdez" y bailaba El Pescador, o Soledad, amaba a la negra Sarabia, a quién había escuchado cantar en uno de sus viajes con el Arabe, de cuando el la llevaba a La Plata. Ella era feliz en su humilde casa en las barrancas, la casa de la Eira, su difunta abuela. 
 Para el Chipá embocá tomaba del gallinero dos huevos, de los más nuevos, y sobre la mesa ya tenía preparada la harina de mandioca, la sal, la manteca, el queso y la leche. Entre cada melodía rallaba el sardo, y lo tiraba dentro de un bol, con una cuchara rompía los huevos que mezclaba con manteca, con la harina y con la sal. Le quedaba una mezcla bien granulosa como le había enseñado la vieja guaraní, la vieja correntina que la cagaba a palos sino comía toda la cena. Bueno, una vez que tenía hecho eso, la amasaba y dejaba reposar  por veinte minutos, después cortaba la masa en porciones y la envolvía en papel de aluminio sobre una bandeja enmantecada, y después al horno hasta que tomaba un color dorado. 
 Para las tres de la tarde Clara se confundía entre los rayos del sol y la arena caliente de las costas del Paraná, con su bandeja y sus trapos, al son de los tambores, al son de las cumbiasas de la Delio, y de Binomio de Oro. Era muy feliz, pero con todas sus fuerzas rogaba que su amiga venga, y volver a escapar con ella, como siempre.Pensó en escribirle un mensaje de texto pero la clientela esperaba ferviente su chipá embocá.

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